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Posts Tagged ‘Anagrama’

El joven escritor colombiano Antonio Ungar ganó el Premio Herralde de Novela 2010 con Tres ataúdes blancos, un ¨thriller bizarro¨, lleno de humor, según el jurado. Ungar cuenta con un pasado profesional que incluye las tareas de arquitecto, mesero, urbanista, periodista, repartidor de correo, asistente social, traductor, diseñador gráfico, blogger, escritor y sobre todo viajero. Ha escrito cuentos, novelas y periodisimo, a la manera del cazador que atrapa los textos que se le aparecen.  Y se le parecen, también. Son de todos lados, inquietos.  Antonio Ungar nació en Bogotá en 1974. Vivió en Manchester, la selva del Guainia (Colombia), Barcelona, Nueva York, Mexico DF y actualmente, “gracias a una tarjeta de periodista colombiano”, entre Palestina e Israel, donde formó familia.  “Un lujo que muy pocos tienen”, aclara. En Palestina duerme en Ramala y en Israel en Jaffa.

Antonio Ungar por Daniel Mordzinski


Antonio Ungar escribió los libros de cuentos Trece circos comunes, De ciertos animales tristes y las novelas Zanahorias voladoras y Las orejas del lobo, narrada por la mirada de un niño sobre un mundo que preferiría no ver. Aquí un fragmento de la entrevista que le hice para el libro Bogotá 39, la inicitaiva del Hay Festival:

¿Cómo se escribe un libro con la voz de un niño?

Las orejas del lobo empezó como un falso diario de infancia, como el desafío de poder reinventarse la infancia como si fuera real.

¿Qué tiene de interesante la mirada de un niño para contar historias?

Lo que me interesa de la mirada de un niño tan pequeño como el de Las orejas del lobo es que en muchos casos tiene que definir la realidad desde el principio, como si no la conociera. No puede decir mesa, sino describir la mesa. Además la percepción de los conflictos adultos desde el punto de vista de un niño abrió posibilidades narrativas muy amplias.

¿Este niño, desde dónde escribe?

Si te refieres al lugar geográfico del niño, lo hace desde la sabana de Bogotá; si es el lugar geográfico del escritor, México DF. Pero el lugar espiritual desde donde escribe este niño, es la admiración, el desconcierto y la rabia que le producen los adultos.

¿Cómo es la vida de un escritor latinoamericano en Palestina?

Escribo cada día, como siempre. Compro los libros a dos argentinos que tienen una librería en español en Tel Aviv. El ritual, si es que importa, no cambió mucho respecto a cuando vivía en América Latina.

Selva, desierto… ¿se modifica tu literatura con estas vivencias personales?

Tardo mucho en digerir lo que vivo para convertirlo en literatura. Solamente ahora empiezo a entender lo que viví en Inglaterra cuando tenía quince años. Tal vez en

veinte o treinta años pueda escribir acerca de Palestina.

¿A quién le escribes?

Escribo para mis amigos y para un lector imaginario que está por ahí

¿Y cómo te leen?

Cada lector es único, eso es lo apasionante de escribir.

Dices que tus textos se aparecen ¿Cómo lo hacen?

Son el resultado de un proceso incontrolable. La entrada de información incluye sueños, lecturas, vivencias. Todo. Bob Dylan decía “Cierro los ojos, los abro: estoy influenciado”. El escritor no controla el proceso. Y los escritores que lo controlan no me interesan.

¿Cuándo el arquitecto dio paso al escritor?

Sabía que iba a escribir desde que tenía quince años. Estudié arquitectura para poder financiar la escritura

El fallo del jurado del Premio Herralde:

Tres ataúdes blancos es un thriller en el que un tipo solitario y antisocial es forzado a suplantar la identidad del líder del partido político de oposición y a vivir todo tipo de aventuras para acabar con el régimen totalitario de un país latinoamericano llamado Miranda. Ese argumento de thriller bizarro es, sin embargo, una suerte de estructura vacía, un esqueleto en el que la novela crece, salvaje, impredecible, saliendo a borbotones de la voz del protagonista. Desaforado, desquiciado, hilarante, el narrador usa todas sus palabras para cuestionar, ridiculizar y destruir la realidad (y para reconstruirla de nuevo, desde cero, como nueva). Perseguido sin descanso por el régimen del terror que en Miranda todo lo controla y por lo abyectos políticos de su propio bando, solo contra el mundo, el protagonista es finalmente alcanzado y cazado. Su enamorada en cambio consigue huir milagrosamente, y con ella queda viva la esperanza de un nuevo comienzo para la historia. Tres ataúdes blancos es un texto abierto, polifónico, dispuesto para múltiples lecturas. Puede ser entendido como una sátira feroz de la política en América Latina, como una refinada reflexión acerca de la identidad individual y la suplantación, como una exploración de los límites de la amistad, como un ensayo sobre la fragilidad de lo real, como una historia de amor imposible. Envuelta en un envase de thriller fácil de abrir y de leer, llena de humor, esta novela propone sin duda un juego literario complejo y fascinante. La novela que consagra indiscutiblemente a uno de los autores mayores de su generación en lengua española.

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MARCOS GIRALT TORRENTE

Tiempo de vida

Barcelona, Anagrama, 2010. 200 pp.

“Todo el mundo tiene padres y todos los padres mueren.

Todas las historias de padres e hijos están inclusas,

todas se parecen”.

Los padres, el padre, la muerte del padre, la muerte de los padres conforman una categoría temática dentro de la literatura, un tema universal. Son muchos los libros que muestran el trajinar de estas relaciones humanas, la mirada de unos y otros afincados en los extremos de la vida; es decir, galoperos de las muertes y otra vez los nacimientos. Escritores en todas las lenguas han recurrido alguna vez a sus propias carta al padre para, al igual que Kafka, hacer catarsis, una confesión tardía, o intentar hablar con sus muertos y lograr, en la medida de lo posible, saldar deudas. María Zambrano escribió en La confesión: género literario: “Lo grave es ser un extraño para sí mismo, haber perdido o no haber llegado a poseer intimidad consigo mismo; andar enajenado, huésped extraño en la propia casa. ¿No estaremos necesitando de una verdadera e implacable confesión?” Al hablar con el padre muerto lo que se busca es dejar de ser ese huésped extraño en propia casa.

Dentro del rubro “muerte del padre”, Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) acaba de publicar Tiempo de vida (Anagrama): una confesión elegíaca donde intenta poner en claro la relación con su padre, la relación del mundo respecto a su padre. Esta manera de expurgar lo vivido, es utilizada por el autor para conformar su propio duelo, pero principalmente para crear una pieza literaria sobresaliente en el panorama español (de España). Uno lee a Giralt Torrente ahora y recuerda que lo leyó hace unos años cuando ganó el Premio Herralde de Novela con París, y recuerda aquel libro también maravilloso y se pregunta cómo es que está casi siempre ausente cuando se habla de las grandes ligas literarias de su país. No ocupa espacio en debates inocuos, prescinde de generaciones-merenderas, evita parsimonias mediáticas; y todo esto lo pone en un lugar extraño, casi olvidado, de bajo perfil, como en el closet, recluido en ese Madrid que desde aquí no se ve. También una libertad absoluta, vale celebrar, que comparte a veces con compañeros de generación como Ray Loriga o Francisco Casavella.

Pero volvamos a Tiempo de vida. Su última novela tiene varios puntos en común con las anteriores, Los seres felices pero sobre todo París: el discurso confesional, la dinámica psicológica, el estilo ágil en lo formal; y la relación con los padres, sus ausencias, encuentros y desencuentros, en lo temático. Pero el propio autor deja claro desde el inicio de su nueva obra que aquello era ficción, esto no. Advierte desde el prefacio con aquella máxima de Nietzche: “Contamos con el arte para que la verdad no nos destruya”. Aquí tenemos un padre de verdad, que vive de verdad, que lo abandona de verdad, que vuelve de verdad y que se muere de verdad. Del otro lado tenemos un relator que no requiere de artilugios metaliterarios para decir que Marcos Giralt Torrente es Marcos Giralt Torrente, un escritor en duelo, “exhausto y vacío”, que viene a contarnos lo que (le) pasa sin ánimos terapéuticos, si no simplemente porque es escritor y lo que quiere contar aquí es su vida y la vida de su padre, el tiempo de vida juntos, y la muerte.

Nada original, podríamos decir, en vista de nuestro primer párrafo: Cohen, Auster, Kureishi, Ford, Ackerley, Roth, Didion (la lista es de Giralt Torrent) han escrito sobre el tema. Agrego a Shakespeare, Kafka, Naipaul, Ribeyro; aquí más cerca (y con diversas suertes) Garcés, Perez Gay, Abad Facciolince … la lista es infinita. Y para el autor, los oficios solitarios de padre e hijo (pintor y escritor) tienen absoluta relación: “Diré algo más de mi oficio, ya que tiene que ver con nuestra relación. En cierto modo fue una vocación forjada a sus espaldas, elegida para distanciarme de él pero no en exceso, como si me hubiera interrogado por la profesión más parecida a la suya y hubiese elegido la literatura por ser la que estaba más a mano. A menudo he pensado que, de haber mantenido con él un trato más frecuente cuando en la adolescencia las vocaciones se consolidan, de haber visitado su estudio a diario, de haber disfrutado de su estímulo y guía, de haber tenido a mi disposición su material de trabajo o sus cámaras fotográficas, posiblemente no estaría hoy apresado por la palabra.”

Giralt Torrente cuenta la historia de una relación en la que “se pierden, se atascan”. A la vez reflexiona, busca con valentía respuestas imposibles, el duelo lo cubre todo. Algo se perdió y hay que recomponer lo imposible. Sin embargo, le dice al lector que va a intentar contar la historia de su padre, conocido pintor español, que ha ido y vuelto de la familia, que lo ha abandonado con displicencia y que ha regresado otra vez para ensayar algo parecido a la felicidad de los últimos tiempos. Piensa los hechos fortuitos que conforman todas nuestras vidas: “Se derivan infinitas posibilidades de cada decisión que tomamos, por no hablar de los efectos que sobre nosotros tienen las decisiones de los otros. El futuro es incierto, vivimos en el presente. El pasado es lo único que parece inamovible y tendemos a mitificarlo. Nos proporciona una referencia contra la que rebelarnos o con la que reconciliarnos. Eso pueden ser o no ser los padres, y basta que así sea para que representen un conflicto. Como poco, tienen la culpa de habernos lanzado al mundo”.  El hijo, el autor, no disimula enojos y rencores, pero tampoco el amor. Será capaz de paralizar su vida durante los dos años en los que la enfermedad pone entre las cuerdas a su padre. Lo cuida, lo asiste y no escribe: vive. Parece que aquí, la vida, el vivir, tiene una función antagónica a la escritura. Pero no es así, según lo que demuestra al final. El padre muere, el hijo se convierte en padre, y todo es vida y todo es literatura en forma de “homenaje de amor”. Vida que sobrevive y gana (siempre); literatura -comprometida con la literatura como la suya- que se impone también, para enterrar la muerte.

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Mientras esperamos que se materialice el polémico pase editorial del año y Seix Barral publique Dublinesca, lo nuevo de Enrique Vila-Matas (“una novela que parodia lo apocalíptico, al tiempo que reflexiona sobre el fin de una época de la literatura”, según la oficina de prensa), pongo en la sección Entrevistas de Barrio Chino una que le hice hace muchos años, y que fue publicada en Argentina. Si bien fue citada en varios lados, hasta ahora no estaba disponible en línea.

Esta charla de dos tímidos fue con motivo de la publicación de Doctor Pasavento (Anagrama), en un ambiente propio de alguno de sus libros, en el que viajamos desde Suiza a la Córdoba de Barón Biza, sin salir de un hotel en Passeig de Gracia de Barcelona, bajo el signo de algún trago y el factor Walser:

-¿De verdad fue al psiquiátrico y pidió que lo internaran?

-Sólo tenía pensando ver el edificio del manicomio y los alrededores de Herisau. Pero mis amigas Yvette y Beatrix, sin consultármelo,  establecieron una cita con el doctor Kägi, el director. Al entrar en el despacho del doctor, yo no sabía qué podía decirle a ese hombre y por eso se me ocurrió pedirle que me internara por unos días para que pudiera saber cómo continuaba mi novela.

-No le creo.

-Debe creerme, es verdad…

“Me miro a mí mismo y veo a un escritor que funde su vida con la literatura”

“Me quejo de lo mucho que me impiden escribir cuando me persiguen para todo tipo de entrevistas, fotografías y otras zarandajas. Pero si alguna mañana en Barcelona no suena el teléfono en mi casa, me quedo muy inquieto y me pregunto aterrado si no se habrán olvidado de mí”

“La ironía crea escritores”

La entrevista completa aquí.

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Los entusiastas seguidores de Juan Villoro agradecemos esa lectura privilegiada de la realidad que lo hace único, su ocurrencia desbordante y esas frases que conducen a la felicidad de la reflexión. Villoro, cronista de fútbol, de rock, de literatura, de México, premiado autor de novelas, de cuentos, de literatura infantil, recién estrenado dramaturgo y ensayista multifacético, es capaz de observar como pocos un lugar y un tiempo preciso: el suyo, que es el nuestro.

Acaba de recibir el Premio Internacional de Periodismo Rey de España en el apartado Iberoamericano por una crónica sobre la cultura narco en México, publicada en El Periódico de Catalunya, y que puede consultarse aquí. Se enteró esta mañana, cuando fue a llevar a su hija al colegio y otro padre le dijo que acababa de oír la noticia en la radio.

“Hay una cierta cultura del narco en la calle, en los informativos, en las canciones (con los narcocorridos), que pueden dar una cierta apariencia de normalidad a lo que en ningún modo debe serlo”, dice Villoro en esta crónica que también publicó en la revista colombiana El Malpensante. Y luego: “La descarada tendencia de la época a la satisfacción exprés se ha aliado en México con la impunidad. En el mundo narco, la supremacía del presente se cumple a través de un ménage à trois del dinero rápido, la alta tecnología delictiva y el dominio del secreto. El pasado y el futuro, los valores de la tradición y las esperanzas planeadas carecen de sentido en ese territorio. Solo existe el aquí y el ahora: la ocasión propicia, el emporio del capricho donde puedes tener cinco esposas, comprar a un sicario por mil dólares y a un juez por el doble, vivir al margen del gusto y de la norma, entre el colorido horror de las camisas de Versace, jirafas de oro macizo, joyas que parecen insectos de la Amazonia, un reloj que da la hora por 300 mil dólares, botas de avestruz azul turquesa.”

No es el primer premio que recibe por sus textos periodísticos -otros importantísimos, como el Anagrama,  ha ganado por su ficción-, y es un reconocimiento a un compromiso con el lenguaje y un punto de vista brillante, inteligente, certero y tan poco frecuente.

Conocí a Juan Villoro en la mesa del bar Wembley de Barcelona donde semanalmente un grupo de jóvenes y expatriados (y expatriados no tan jovenes) se arrinconaban en silencio oyendo sus análisis del futbol del domingo, la ontología heideggeriana o las anécdotas más alucinantes del DF,  esa ciudad que quedaba lejos de los catalanes, pero que en esa mesa de este bar encontraba su más efectivo consulado. Él aprovechaba el invierno europeo para cubrirse con un abrigo rojo que era la envidia de Vila-Matas.

“¿Sabes por qué se llama así este bar?” me dijo en cuanto nos vimos; y comenzó a explicarme que en el estadio de Wembley el Barça había jugado un partido histórico y etc.

Hablamos de varias cosas (cualquier plática con, o mejor dicho de Villoro sobre-lo-que-sea puede ser brillante): Borges, Alemania, Piglia, Maradona y por supuesto, México. Esta ciudad era para mí una perfecta y fascinante desconocida. México, ya lo leía entonces, fungía y funge como escenario obsesivo de Villoro, al que vuelve en cada texto. Y a estas alturas, creo que ya no sólo es escenario: este lugar donde la imposibilidad, el cruce al otro lado de lo que sea, la amenaza del futuro, la latinoamericanidad in extremis, se convierte sin querer queriendo en personaje de la obra de Juan Villoro.

Le pregunté cómo era posible escribir una ciudad. Me respondió:

-En mi caso, describir la ciudad de México es un gran desafío. La cuidad de México desafía la experiencia humana. En 1958, Carlos Fuentes todavía pudo intentar un relato totalizador con La región más transparente, en donde la ciudad es el protagonista absoluto del texto y tiene confines bastante determinados. Esa es la época donde yo nací. Yo nací en el 56, y la ciudad tenía cuatro millones de habitantes. Ahora tiene posiblemente 18 o 20 millones, ni siquiera sabemos cuántos, y nuestro margen de error es de dos o tres millones, el tamaño de una capital europea. En este principio de incertidumbre que determina la ciudad creo que una de las cosas más difíciles e intentar un relato totalizador.

A mi me gusta mucho la expresión de los topógrafos aéreos que es “mancha urbana”, porque describe un poco la forma sin forma de una ciudad como el DF. El DF es una mancha. Entonces, creo que uno de los desafíos narrativos es tratar de inventarle un sentido a una ciudad que aparentemente no la tiene porque desde el punto de vista urbanístico y ecológico, la ciudad de México no debería existir. Es una ciudad que realmente se alza contra la razón, en un hacinamiento de personas, con enorme contaminación, inseguridad, etc. Y sin embargo, queremos estar ahí.

Nos seguimos viendo, por muy diversas razones y acabamos compartiendo ciudad y vecindario, bares y libros, y una amistad que a mi me da orgullo. Felicidades, Juan.

(Fotografía Pepe Encinas, gentileza Anagrama)

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México: el autor de Huesos en el desierto analiza el fenómeno de los “narcodecapitados”.

El hombre sin cabeza, Sergio González Rodriguez, Anagrama, 2009

El Ángel de la Independencia, el monumento donde están sepultados algunos héroes nacionales como el decapitado Padre Hidalgo, se erige 42,7 metros desde el Paseo de la Reforma sobre la ciudad de México. Su altura es la misma que tendría una torre de cabezas humanas apiladas una a una; las 170 cabezas que rodaron en este país en 2008.

En El hombre sin cabeza (Anagrama), Sergio González Rodríguez busca con datos como éste comprender lo incomprensible. Luego de la extensa investigación sobre el feminicidio en Ciudad Juárez (Huesos en el desierto, Anagrama), la nueva obra del escritor y periodista se desarrolla en un espiral sin fin: lo que comienza como un intento de explicar el fenómeno de los narcodecapitados, acaba en una sociografía del horror.

En el año 2008 hubo en México cinco mil doscientos ejecutados, un promedio de diecisiete secuestros por día y al menos ciento setenta decapitados. Según este libro, el índice de impunidad total de los delitos a términos estadísticos, es de un 99%. Sergio González Rodríguez repasa los guarismos con oficio. Si por momentos falla como cronista, el pulso ensayista del autor a veces raya la brillantez. “Las decapitaciones –dice el autor- son el signo mayúsculo del ascenso de la violencia del crimen organizado, el narcotráfico y su papel disolvente; un llamado a implantar la barbarie (…) el desmembramiento social, el deshuase orgánico de una comunidad en manos de la violencia que permite al miedo configurar el tramado de convivencia con el que a partir de entonces contiene y trasciende, y a la vez anestesia contra el dolor y obliga a cancelar la memoria: paraliza y autocomplace, en beneficio del horror”.

El hombre sin cabeza traza un recorrido histórico de la práctica de cortar cabezas. Puede leerse como un cuento de cómo todo fue poniéndose peor: de la cabellera de serpientes de la Medusa a los últimos ritos narco, pasando por la Revolución Francesa. Lo que comenzó hace 7 mil años A.C. en lo que hoy es Turquía, continúa ahora mismo en alguna ciudad de México. El arte, la literatura, el periodismo, la fotografía también se han ocupado de este tema. El horror mismo que dialoga con la belleza: de Benvenuto Cellini a Mishima y a Joel-Peter Witkin, el autor de la imagen de portada. La muerte violenta “un goce magnífico, casi un espectáculo”, según Mishima.

Este libro es también una reflexión sobre el cuerpo como cicatriz y escritura, y la muerte omnipresente que calla las palabras. En el tema elegido por González Rodríguez confluye la fascinación que siente por los submundos y su obsesión por el cuerpo mutilado, tal como lo ha demostrado en trabajos anteriores. Hace su propio recuento: “llevo en mi cuerpo cicatrices y prótesis en el codo, en el antebrazo y en el tobillo hasta la rodilla producto de operaciones quirúrgicas por golpes, fracturas y caídas. También otra cicatriz en la cabeza por una trepanación curativa. Y tengo prótesis en el otro brazo, en los ojos y en el oído. Soy lo que se llama una persona normal”.

Todo el valor del libro está en decir lo indecible. En poner palabras a los hechos y revertir la idea del propio Mishima: “la carne ya estaba estropeada por las palabras”.

A lo largo de los cincos capítulos en los que se estructura el libro, se inmiscuye en un desorden adrede una apuesta personal –catártica-, una expurgación de fantasmas familiares en el intento de percibir un mal general. Pero ante una realidad que sepulta definitivamente la ficción (quién pudiera en la narrativa mexicana actual imaginar un diálogo como el del decapitador), el autor describe, relata, muestra datos como quien pasa fotografías, da cuenta de la impunidad y de la corrupción, busca señales y sigue un no siempre metafórico rastro de sangre.

En su reconocido texto sobre un poema de Paul Celan, Jacques Derrida refiere una historia del Antiguo Testamento, en la que el ejército de Jefté obliga a sus vencidos efraimitas a pronunciar la palabra de origen hebraico “shibboleth” como contraseña para cruzar el río y salvar sus vidas. Los de Efraín no poseían en su dialecto el sonido schi, por lo que esta diferencia, esta imposibilidad, era aprovechada por los soldados de Galaad para degollarlos. “La palabra importaba menos por su sentido (río, arroyo, espiga de trigo, ramilla de olivo) que por la manera en la que se pronunciaba -dice Derrida-. La relación con el sentido o con la cosa se encontraba suspendida, neutralizada, puesta entre paréntesis: lo contrario por así decir de una ‘época’ (‘époque’) fenomenológica que ante todo conserva el sentido”. Hace un par de años, la Galería Tate de Londres expuso una enorme grieta de 167 metros de la escultora colombiana Doris Salcedo, llamada, como el poema de Celan, Shibboleth. La intención de la artista, según declaró, es similar a la del poeta: “una referencia al duelo permanente”. Una demostración de la impotencia de lo innombrable, la suspensión de sentido ante la muerte y la posibilidad final de decir para rehumanizar la vida desacralizada. La grieta, como pudo verse en esta obra de Salcedo, puede ser una marca omnipresente pero invisible, trozos de horror que encontramos en todas partes, en cualquier lugar. Nombrar la grieta, darle sentido, exponerla como herida es dar sentido al imaginario, recuperar la “época fenomenológica” que reclama Derrida.

Sergio González Rodríguez ha dado con su propia fenomenología, un país entero en forma de grieta insondable, un lugar en el mapa con nombre y apellido: Pozo Meléndez, también conocido como Boca del Diablo, en la carretera de Acapulco. Un lugar, un espacio que funge como vertedero de cuerpos asesinados y mutilados, alegoría de este México de comienzos de Siglo que devora todo a su alrededor, “destino ideal para el hombre sin cabeza”. Una grieta es todo lo contrario a un puente: “es un tajo que impide transcurrir la vida”.

Publicada en España.

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Una luna, Martín Caparrós, Anagrama, 2009

¿Es posible seguir llamando crónica a lo que hace Martín Caparrós? A la vista de cada uno de sus libros de viajes –Larga distancia (1992/2004), Dios mío (1994), La guerra moderna (1999), El interior (2006)– puede decirse que con cada uno de ellos viene moldeando un estilo personal, mezcla de muchos estilos, y una voz única que da forma a una especie de nuevo-nuevo periodismo. El argentino Caparrós (Buenos Aires, 1957) es heredero de una tradición que incluye tanto a Sarmiento como a Kapuscinski, a Capote, a García Márquez y a Martínez, y por algo frecuentemente es considerado el mejor cronista en lengua española. Su último trabajo, Una luna, publicado primero como livre d’amis (“cotillón” de cumpleaños número cincuenta para amigos) y que ahora edita Anagrama, es la cara literaria de un encargo de Naciones Unidas para contar la vida de jóvenes migrantes del Tercer Mundo. En los veintiocho días del ciclo lunar Caparrós salta de país en país en busca de las historias de este nuevo libro que él llama no de crónicas sino “diario de hiperviaje”. Una luna constituye el relato íntimo del paso por nueve ciudades: de Kishinau a Monrovia, de Barcelona a Johannesburgo y Ámsterdam, Lusaka, Madrid, Pittsburgh y París. Un recorrido por un puñado de vidas al límite, historias que resumen lo peor y lo mejor de este mundo, y que tienen en Caparrós un observador exquisito, un cazador que viaja para escribir y escribe para entender; un escritor que ha reinventado la crónica periodística para hacerla aún más grande, más ambiciosa, y que pueda –por fin– medirse con la novela.

El libro comienza en un avión con la proyección de una película basada en una novela de conspiraciones de Le Carré. Detalles como este le permiten al autor desplegar una serie de reflexiones sobre lo que sea, la nieve, París, la Historia, la luna llena, el capitalismo, el comunismo, el viaje. En apariencia estas digresiones son casuales, pero en realidad dan forma al esqueleto sobre el que se construye su crónica: “Viajar sigue siendo un gesto de desesperación: rozar, por un momento o unos días, todas esas vidas que nunca podré”; “Viajar es la confesión de la impotencia: ir a buscar lo que te falta a otros lugares”; etcétera.

En esta bitácora de viaje estructurada en nueve capítulos –nueve ciudades– Caparrós parte de Francia para reunirse con jóvenes cuyas vidas se han visto marcadas por la migración. Las historias son terribles y perturbadoras. Uno de los encuentros es con Natalia, una joven campesina moldava vendida por su marido a una red de prostitución extranjera; otro es con Richard, un niño exiliado de las guerras civiles de Liberia, testigo de masacres, de la desaparición de su familia y de cómo se comieron a su abuela. De los quince grados bajo cero en la ex Unión Soviética a los 35 sobre cero en África; unas pocas horas de vuelo, una joven violada, un niño soldado: el mismo horror. A este ritmo le siguen Ámsterdam, donde una holandesa hija de marroquíes cuenta lo propio, luego El Salvador de Freddy, un mara; la España de Koné y Adama, dos jóvenes de Costa de Marfil y Burkina Faso que demoraron años en llegar a Europa “para nada”; Edna, seropositiva en Zambia, esposa, madre, hermana de seropositivos en un país donde uno de cada cinco lo es. Y finalmente Kakenya, una muchacha enviada por su tribu a estudiar a Estados Unidos. Hábil entrevistador, Caparrós arranca confesiones estremecedoras del tipo: maté, violé, me violaron, me quiero morir, o quiero ser presidente. Desde el principio, el lector se ve consternado por estas vidas, y el autor siente el peso de las narraciones y afirma que “cada historia nueva se posa sobre el suelo pedregoso de las anteriores, y es cada vez más roca, más rasposa: más el mundo como una hostilidad, noche sin luna”.

Como una definición del periodismo de viaje, explica su trabajo: “pensar y preparar durante semanas algún tema, viajar uno o dos días desde la otra punta del mundo, encontrarse con quienes me van a permitir el acceso a esa persona, organizarlo, leer sobre el asunto, preparar preguntas, dormir en hoteles donde hablan en idiomas, mirar televisiones imposibles, comer polentas que no son polentas, frutas guarangas, quesos excesivos y, de pronto, en una hora tres cuartos, dos horas, cuatro horas, jugarse todo en una entrevista”.

Los textos de Caparrós no tienen nada que ver con la mayoría de las crónicas onanistas que han florecido en los últimos años. Si propongo esta distinción, es para comprender que el (inevitable) egocentrismo del autor no es mero egoísmo (subterfugio muy normal en el tipo de crónica-reportero-vive-la-experiencia-del-reporteado), sino una excusa que permite entender; entender para ponerse en entredicho y con él a su interlocutor, y finalmente al lector. Su estilo es frontal, íntimo, astuto: “Anoche cené foie gras y fue en París; esta noche, polenta con queso en Kishinau, capital de Moldavia. Hay algo en esos saltos que me atrae más que nada.” Caparrós obliga a leer entre líneas, atrapa al lector y lo arrastra al centro de las historias, a la perturbación del mundo, a la provocación de la duda. Lo lleva de viaje. ~

Publicada en México (Letras Libres)

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Archivo:  entrevista al escritor peruano Alfredo Bryce Echenique.

-¿Qué pasó con el boom?

-El boom latinoamericano se acaba cuando se separan Simon & Garfunkel, y dejan de hacer su insoportable versión de El cóndor pasa. En aquellos años, Paris estaba fascinado con lo indigenista, y bastaba con ser latinoamericano para estar de moda. Estaba Atahualpa Yupanqui, pero también una cantidad de grupos con quenas, charangos, y arpas de pésima calidad que tocaban todo el tiempo El cóndor pasa. Era insoportable. En la universidad tenía que hablar todo el tiempo de lo andino.

-¡Y usted iba vestido con un poncho!

-Era muy gracioso. Yo no sabía usarlo, una vez casi muero ahorcado en el metro, porque la puerta me atrapó el poncho. Pero tenía mucho éxito cuando me lo ponía.

-¿Éxito con las mujeres o como profesor?

-¡Con las mujeres, con las mujeres! Morían por un indiecito! Todas mis alumnas eran europeas gauchistas, de izquierdas, y estaban fascinadas con los indios latinoamericanos.

click aquí: www.barriochino.wordpress.com/entrevistas

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Archivo: entrevista a John Banville

-Dicen de Usted que es el heredero de Nabokov…

-¿Lo soy?

-Tiene fascinada a la crítica…

-La mejor crítica que he recibido fue una vez paseando por la calle. Se me acercó un hombre en su bicicleta, yo pensé que me iba a asaltar, y me gritó: ¡de puta madre! Llevaba El libro de las pruebas. No leo las críticas, no me interesa. Yo hago mi trabajo. Y mi trabajo consiste en algo denso y exigente, como la poesía. El poema es el único tipo de arte que no puedes ignorar. Lo tomas o lo dejas. Mientras miras un cuadro en una galería, puedes pensar en la cena, pero con el poema no puedes. No hay arte si no lo haces apasionadamente, la pasión hace las cosas densas. Y densidad no es complejidad ni solemnidad. Trabajo mucho para que mis frases sean claras. La frase es el mayor logro de la humanidad. Es un privilegio poder escribir una frase.

click aquí: www.barriochino.wordpress.com/entrevistas

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Vila-Matas estaba a punto de incluirlo como un Barterbly más de la literatura latinoamericana. Cuando muchos pensaban que su destino literario había tomado un perfil similar al de una rocola con puras canciones de Lavoe en un pub de mala-muertes y buenas-niñas en Bogotá, Santiago o Lima, Iván Thays puso el último punto a una novela que, hoy se anuncia, quedó finalista del Premio Herralde, cuyo premio mayor ha quedado en manos del escritor mexicano Daniel Sada, con su novela Casi nunca.

Son muchos, por antagónicas razones, los que esperan esta nueva novela de Iván Thays. No sabemos si será el secreto mejor guardado o la joya peruana escondida, pero sí que hay en este escritor un punto de vista interesante, rico, bien alimentado de fantasmas y lecturas, un entrecruce de territorios y generaciones que le han determinado una posibilidad , una toma del lugar, de un espacio que le corresponde, un decir propio, que ya ha merecido este y otros reconocimientos.

Según parece, esta novela se ha cocido durante años, amenazada por los miedos, la abulia y cierto fetichismo, pero supongo que a la vez está enriquecida versión tras versión por el leit motiv de su personaje anterior -también escritor-, que confiesa: “Tengo todo el tiempo del mundo para demorarme en un adjetivo, para limar una aspereza, para rizar un rizo”. Este personaje de su libro La disciplina de la vanidad (Ed. PUCP), le permitió a Thays ver la profesión desde un espejo desdeñoso, es decir ver más allá de ese momento en el que alguien se sienta a escribir, y escribe. De todo eso, que en definitiva no tiene nada que ver con la literatura, hizo literatura. De la afectación de los escritores que surgen a diario o de los que no se mueren nunca, pero que llenan festivales, simposios y encuentros, antologías, bares y tiendas de ropa a la última moda, Thays detectó material para su libro de juventud. Con esta novela ganó algunos premios y se lo vio en cuanto festival, simposio, encuentro, antología, bar, o tienda de ropa hubiera por ahí.

Iván Thays, a pesar de su profusión maniática por alimentar -más o menos a diario- el blog literario en español mejor informado, va diciendo que es un escritor que no escribe, que lleva años hablando de la misma novela, y responde que no tiene ninguna respuesta a la pregunta que más tortura a los escritores: ¿Qué está escribiendo en este momento? Mientras, anota puntilloso ideas de las que se arrepiente al otro día, pero con las que al menos llena libretas (Moleskines).

Por fin se develó el secreto: Un lugar llamado oreja de perro, la nueva novela de Iván Thays, finalista del Premio Herralde de Novela 2008. Felicidades, Iván.

Fragmento de la entrevista a Iván Thays realizada en Colombia, con motivo del Hay Festival, Bogotá 39:

-¿Qué has aprendido como escritor?

-A desconfiar.

-¿Visto de cerca, cómo es un escritor?

-Un hombre con un oficio que sabe que al final, será un vano oficio. Así lo dice Cernuda en La gloria del poeta, o Flaubert citado por Julian Barnes, cuando compara al escritor con un sujeto que pretende hacer música para conmover a las estrellas y sólo consigue hacer bailar a los osos.

-¿Qué es lo peor de un escritor?

-La vanidad literaria se contrapone a la soberbia. Y las comparo con muchachas. La chica soberbia es la que sale de su casa sin mirarse en el espejo. La chica vanidosa es insegura, se arregla mil veces, nunca termina de combinar la ropa. Los escritores soberbios son aquellos que piensan que sus temas son tan imprescindibles para la humanidad, la sociedad, la vida de los demás, que simplemente escriben sin fijarse en los detalles. Los escritores vanidosos son los que acarician los detalles, como diría el fantasma de Nabokov, con quien me encuentro a veces en una torre en Elsinor.

-¿La vanidad es necesaria para negociar con el editor, para salir mejor en la foto…?

-…La vanidad es necesaria para escribir un buen libro. Cuando uno escribe un buen libro siempre sale bien en las fotos.

-“Me invitan a todos lados, pero nadie me ha leído”, ¿Qué hace un vanidoso con esa frase?

-La cuelga como lema en la cabecera de su cama. Es el mejor escenario posible para escribir en paz, sin presiones, sin rutas impuestas, sin expectativas.

-¿Cómo es el espejo de un escritor?

Hay tantos como escritores. El mío es el revés del de la madrastra de Blancanieves. Me dice lo mal que me ha salido todo, que no deje de corregir, que he fallado otra vez, que no publique nunca más, que empiece todo de cero. Y al final, al verme abatido, me dice que al final vale la pena insistir y me manda a la cama.

-¿Se animaron a leer La disciplina de la vanidad tus amigos escritores?

-Lo leyeron con técnicas detectivescas y luego me invitaron a innumerables cenas, subí 14 kilos que he demorado 7 años de silencio editorial en bajar para preguntarme, entre el postre y el café, “¿soy yo?”

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“¡Las nuevas aventuras de Octave Parango… ya están aquí! Esta vez, Parango viaja a las convulsas estepas rusas en busca de la cara más bonita del mundo… ¡y la encuentra! …entre gángsteres, drogas, maniquíes, prostitutas y poetas malditos. ¡No se la pierda!” Lo que podría anunciarse con vieja fórmula publicitaria no sería del todo desubicado tratándose de quién se trata. Cinco años después de 13,99 euros, Octave Parango, el alter ego de Frédéric Beigbeder, vuelve al ruedo con Socorro, perdón (Anagrama), para insistir sobre su visión del mundo con el conocido tono cínico irónico, nihilista y hedonista (que, a lo visto, tan buenos resultados le da, sumando enemigos y adeptos por todos lados). Esta vez, zarpan autor y personaje a la Rusia del Siglo XXI, y Parango deja atrás su profesión de publicista, para convertirse en talent scout y buscar la cara emblemática de una línea de cosméticos. Da con una joven muy joven de 14 años (mientras el autor y el personaje pasan la barrera de los 40, desciende la edad de sus trofeos) de la que se sentirá perdidamente enamorado. Él, justo él, que lleva 50 páginas despotricando contra todo, riéndose del estado de las cosas para de pronto, ponerse serio y reflexionar con pretensión y hacer creer que el amor puede durar más de tres años.

Con menos de cuatro horas dormidas (en Barcelona comienza el Sónar, máxima festividad elctro-moderna), Frédéric Beigbeder acaba de presentar su nuevo libro Socorro, perdón, la segunda parte de la trilogía que conforman 13,99 euros y uno que ya está escribiendo (donde, oh casualidad, Parango será presentador de televisión como… Beigbeder).

Con barba de varios días, devorando cruasanitos y simpática locuacidad finamente estudiada, el autor francés definió a su personaje como una “persona desesperada, inquieta, que pide ayuda, pero a la vez es culpable. Pide socorro, y pide perdón”. “Octave sigue en el poder, salió de la agencia de publicidad pero sigue mandando en el mundo de la imagen”, dice. Y qué mejor escenario que Rusia, “donde la estatua de Karl Marx mira el anuncio gigante de Rolex, o la tumba de Lenin está frente a una tienda de Christian Dior. Y donde el Pravda dejó lugar a Prada”. 13,99 euros tuvo muchísimo éxito en Rusia, por eso el autor viajó muchas veces. Allí, algún crítico comparó a Octave Parango con Raskolnikov (¡cuánto vodka!), por lo que el francés decidió hacer pasar una temporada a su personaje. La estancia en Rusia le sirve para reflexionar sobre la caída del comunismo, la llegada del capitalismo de una manera salvaje, todo esto que Beigbeder denomina fashismo, una mezcla de fascismo y fashion, un neologismo que dice que inventó (aunque en google encontremos más de 851 entradas). Rusia es “el lugar simbólicamente más violento de este tiempo, donde después de años de totalitarismo, desde una mañana de 1991 todo está permitido”. “Son como los barceloneses, pero a la enésima potencia”, dijo, demostrando que sólo ha pasado una noche en esta ciudad. “En Moscú han cambiado de totalitarismos, ahora el consumo y la imagen son los que mandan” y concluye: “no hay diferencias entre un anuncio de Calvin Klein y uno de Iósif Stalin. El de Klein obliga a millones de hombres a gustar de esa chica, y a millones de mujeres a parecerse a ella”. A Beigbeder, que fungió de modelo para las Galeries Lafayette, le fascina a ostentar sus contradicciones. En la foto, salvajemente retocada con photoshop (“toda persona tiene derecho a ser retocado por Photoshop”, bromea) posó con el libro La sociedad de consumo, de Jean Baudrillard. El discurso de este enfant terrible está lleno de tópicos superfluos como estos y más:

El humor es la cortesía de los desesperados

No se hace buena literatura con buenos sentimientos (de Gide)

Escribo los libros que quiero leer

Cuando haces el amor no hay que reflexionar, hay que hacerlo

La política responde al marketing

Tres grandes momentos marcaron mi vida: mayo del 68, la caída del muro de Berlín y el 11 de Septiembre

Y etc… Algunos críticos han señalado que sus libros también están llenos de clichés, pero él se defiende diciendo que los clichés dicen “algo de verdad”.

 

Beigbeder cuenta que escribió este libro saliendo de su segundo divorcio (consumada su primera separación, escribió El amor dura tres años) y en un momento de crisis personal. Nada en él parece lo suficientemente auténtico, todo resuena a postura publicitaria, pero a veces logra divertir. Leyéndolo, el Beigbeder profundo aburre por pretencioso, pero su ritmo, algunas de sus imágenes, y su prosa atrapante, pueden hacer pasar un buen rato. Conversando con él, pasa lo mismo. Y hay que reconocerle, como recordó su editor, haber sido el primero en escribir sobre el 11 de septiembre y el primero en contar sin escrúpulos la Rusia de principios de siglo. Si es que ser primero sirve para algo, se preguntaría, en coña, su personaje.

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Esta semana publicamos en la revista Ñ de Clarín una entrevista exclusiva a Yasmina Reza en la que repasa su exitosa carrera como dramaturga y comenta su último libro sobre Nicolas Sarkozy, El alba la tarde o la noche (Anagrama). Yasmina Reza casi no da entrevistas, pero cuando sí, las condiciones son muchas y no muy diferentes a las de una diva: hablar de Sarkozy lo justo y necesario, pero no de Carla Bruni ni de Cécilia la ex; que se transcriban textualmente sus respuestas, que se le muestre la entrevista antes de publicarla y que por ningún motivo se le fotografíe. Vale con que su agente de prensa advierta lo de las fotos una y otra vez, para que los periodistas gráficos la persigan más que a Ronaldinho, y hagan cola como si se tratara del scoop del año. Lograrán, en definitiva, un par de imágenes de desenfocadas manos tapando la lente, ella siempre desencajada y el mal humor de una actriz alérgica a los flashes, que se disipa por completo cuando se sienta a conversar. El autocontrol que demuestra en todo momento, lo refleja también en el trabajo: persigue obsesivamente cada una de las puestas en escena que se realizan de sus obras, y analiza al dedillo las adaptaciones a los 35 idiomas a los que han sido traducidas; ella misma controla el inglés, alemán, francés, y el español, pero por si acaso tiene un equipo de traductores que la asesoran constantemente. No hay fotos, la que ilustra esta entrevista es de archivo. Mi ipod calla cuando Carla Bruni debería cantar aquello de On me dit que le temps qui glisse est un salaud. Y llegará un día en que ya nadie querrá hablar de Sarkozy…

Fragmentos de la entrevista:

-El paso del tiempo es una idea presente en sus novelas y en su teatro. ¿Es su obsesión?
-Sí. En mi primer libro, que no está adaptado al teatro, Hammerklavier (Anagrama), ya escribía esta frase: “el tiempo, el único tema”. De una manera general, mis personajes, están obsesionados por el tiempo. En todo lo que escribí, la lucha contra el tiempo es el tema central. Y en El alba, la tarde o la noche lo es de modo evidente. Los hombres, en particular los hombres de acción, buscan por todos los medios distraerse de la muerte. Entablan con ella una carrera desatinada y vana pero que puede darles la ilusión de estar viviendo. Usted observará que el título del libro no contiene el tiempo presente. No está el mediodía, el día. Está siempre el mañana, y luego el mañana, y luego el mañana. Pero el mañana no existe ya que hay sólo un movimiento que cuenta. En este libro, Nicolás Sarkozy dice “la inmovilidad es la muerte”. En realidad, no hay de dónde agarrarse. Es a la vez irrisorio y trágico.

-¿Puede este libro trascender el fenómeno mediático del presidente Sarkozy?
Lo deseo profundamente. Nicolás Sarkozy me parecía emblemático de aquello sobre lo que tenía que escribir. No tanto él como persona, sino por lo que representaba. Quería dibujar la fisonomía existencial de un hombre político, y más ampliamente de un hombre de acción. Es un libro muy personal que, desde mi punto de vista, está en línea con libros más íntimos como Hammerklavier. Aquí, Sarkozy es la figura central de una constelación de hombres que observo y que trato de comprender desde hace tiempo.

-Cómo escritora, ¿tuvo que renunciar a algo al enfrentarse a un personaje real?
-No, porque me lo planteé como el trabajo de un pintor. Frente a mí tenía a un modelo, una persona que posaba todo el tiempo. Y escribía lo que quería. En cierta modo, es más un autorretrato mío…

-Al final del libro dice que él y usted ya son otras personas…
-Yo no cambié en nada, ya que mi posición siempre fue externa. Pero cuando lo vi en el Eliseo, vi que se convertía en otra persona, que ya no podía seguirlo. Vi que entraba en otro mundo…
La entrevista completa, acá.

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Esta semana presentamos en La Central del Raval de Barcelona, la edición española de De sangre y de sol , del periodista y escritor mexicano Sergio González Rodríguez. El libro que Sexto Piso publica en España (con un capítulo extra) muestra otra faceta del autor de Huesos en el desierto (Anagrama): el de inquietante ensayista. En De sangre y de sol, Sergio González Rodríguez parte de símbolos universales como el sol, la sangre, la cruz, la estrella, el oro, el corazón, el infinito… y con ellos cruza caminos y traza un corpus teórico que se asemeja más a un thriller, que a cualquier otro libro conocido. Único, rayano en el delirio y la fascinación que algunos hombres sienten por la sangre, estas historias de un México atravesado por la violencia desde su fundación misma, o los asesinatos de algunos célebres –o ni tanto- visitantes como David Herbert Lawrence, Ernest Jünger o Alesteir Crowley fungen a modo de pantallazos filosóficos y malditos de un lugar y una época, que se unen por la alta calidad literaria, la reconstrucción periodística y la amplia soltura ensayística de un escritor que supo ver el horror y mejor supo contarlo. Raymond Chandler escribió en su ensayo El simple arte de matar aquella famosa frase que dice “pero por esas malas calles debe caminar un hombre”, en la que resume dos cosas: alguien debe hacerlo, alguien debe contarlo. Durante la presentación en la librería Barcelona, acompañaron a Sergio González Rodríguez los escritores Juan Gabriel Vásquez y Guadalupe Nettel. Los tres han palpado la violencia en sus historias, o en palabras de Chandler, han sabido colocar al hombre en una mala calle, enfrentándolo a la violencia social, histórica o psíquica, para poder contarlo.

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“Y ella lo hace. Ni remisa ni insegura, sin dar la más mínima impresión de que está siendo obligada: al contrario, dueña por completo de sus propios gestos e incluso contenta por realizarlos, a juzgar por la mirada festiva que me lanza antes de bajarse hasta mi barriga; ahí está, levantándome la camiseta, y empieza una tortuosa marcha de aproximación hecha de besos y de chupetones, desde el pecho hasta el costado, luego por el vello alrededor del ombligo, luego directamente sobre el ombligo; es preciso, de todas maneras, que no insista demasiado, porque se trata de una especie de tortura y hay mujeres que no se dan cuenta de lo muy insoportable que puede llegar a ser… Pero no, no insiste demasiado, sigue bajando todavía un poco más, pero cuando se encuentra con la polla clavada en la garganta lo interpreta correctamente como la señal de meta de la carrera y deja de torturarme. Ya estamos: se incorpora sobre las rodillas, acaba de desabrochar los pantalones, los baja cuanto puede, baja de la misma manera los calzoncillos, todo con la debida solemnidad, porque evidentemente es consciente del flujo de serotonina que este ceremonial produce en el cerebro de un hombre. Pero luego hace algo extraño, que no me esperaba: me coge la polla por la base y la levanta, hacia arriba, al aire, como si supiera también lo agradable que es sentir pasar por encima el vientecillo de esta noche que huele a mandarina, y se queda algunos segundos quieta, mirándola, oxigenándola, se me ocurre, como se hace con un buen vino antes de bebérselo; luego se sopla un mechón de pelo que le caía delante de los ojos y se la mete en la boca. Oh, el principio de una mamada: oh. Cada vez me sorprende que algo tan simple pueda ser también tan infalible. Una boca que se abre y adelante: ¿qué más se necesita? Todo el mundo puede hacerlo. Entonces, ¿por qué no ocurre continuamente? ¿Por qué hacemos de ella un bien tan escaso? Estamos locos, todos.” Caos Calmo, Sandro Veronesi. (Fotografía: Fandango)

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Hoy publicamos en Ñ de Clarín una entrevista al escritor italiano Sandro Veronesi. Hace poco estuvo en Barcelona, donde presentó Caos Calmo, el libro con el que ganó el premio Strega y del que se realizó una polémica adaptación cinematográfica con la actuación de Nanni Moretti. Polémica por una escena de sexo donde el director de Caro Diario sodomiza a la actriz Isabella Ferrari, haciendo gala de un realismo que ha dado que hablar a medio mundo. Sobre todo al Vaticano que, ya sabemos, le encanta hablar de sexo.


 

En un momento de la novela, el protagonista se encuentra con la mujer que salvó al inicio y mantienen una encendida relación sexual, descrita con belleza, absoluta precisión, sin eufemismos. Esto, transformado en lenguaje cinematográfico es “pura acción”, tal como dice el autor. “El film ha interpretado correctamente la escena –comenta Veronesi-. Es una escena fuerte. Tan fuerte, que me ha sorprendido hasta a mí. ¿Por qué es tan fuerte? Porque hay una niña durmiendo en la habitación del lado. No es una escena de amor, es un trampa que el padre tiende a la hija”.

 

 

Caos Calmo es un gran libro, que ojalá tenga la repercusión que se merece. A lo largo de cientos de páginas, Veronesi construye una delicada estructura en la que se permite reflexionar, con buen pulso narrativo, intensidad y humor, temas como la muerte y el sufrimiento, la locura de un hombre profundamente europeo y confundidamente contemporáneo. Su nuevo libro, publicado por Anagrama, se presenta como un pantallazo generacional, una mirada al mundo con banda sonora incluida: Radiohead cantando “we are accident waiting to happen…


 

La novela comienza con dos mujeres que se ahogan en el mar. Pietro Paladino y su hermano corren y nadan para salvarlas. Con bastante dificultad, logran arrastrarlas hasta la playa y revivirlas. En ese mismo momento y a pocos metros de ahí, la mujer de Pietro, la mujer con la que Pietro iba a casarse en unos días, muere sorpresivamente. Pietro Paladini, un cuarentón milanés bien acomodado y su niña de ocho años, regresan a la ciudad para recomenzar la vida y las clases en el colegio. Él decide no separarse de su hija, y se queda durante horas, días, meses frente a la escuela. Al borde de la locura, el protagonista se detiene, no sin placidez, en eso que los anglosajones llaman el “caos calmo”.

 

Y como si todo fuera normal, sus amigos, compañeros de trabajo, mujeres, familiares, comienzan a peregrinar hacia el lugar donde Pietro se detuvo no para consolarlo, sino a contarle sus propias penas. Veronesi descomprime la seriedad del tema, contando en qué se inspiró: “La lectura de Snoopy cuando era niño. Sobre todo cuando Lucy Van Pelt pone un banco delante de la escuela con un cartel “Ayuda Psiquiátrica, 5 centavos” y todos van a confesarse. Lucy es mala, lo hace para hacer sufrir a las personas. Pero el ejemplo es bueno, porque supongo que vivimos en una sociedad llena de dolores. Basta que una persona se detenga en un punto dando la impresión de pòder escuchar tu dolor, enseguida se hace una hilera de gente”. Fragmentos de la entrevista:


 

-¿Qué es el caos calmo?

-El peligro de no reconocer el límite en el que comienza la locura. Este título expresa la trampa de no ver a tiempo lo negativo de una situación. Reflexioné mucho sobre este oxímoron muy utilizado en el mundo anglófono, pero casi ausente en el latino.


-¿Cómo lo vive su protagonista?

-Pietro Paladini vive su luto sin sufrimiento. No sabe donde está, adónde va. Esto, para mí, representa un problema colectivo, de Italia, de Occidente. Vivimos en una sociedad en la que, como Paladini, siempre creemos que el sufrimiento es ajeno, que el problema es de los otros. Esto es una locura social, en la que nadie puede acusarte de loco, pero estás enloqueciendo.


-¿Es su libro mas personal?

-No exactamente. Pero el proceso de creación fue muy duro, estuve tres veces a punto de dejarlo. Demasiado dolor como materia prima. Me costó muchísimo llegar a la mitad, cuando mi vida dio un giro milagroso. Fue muy exultante darme cuenta que podía seguir, que podía acabarla. Después de dos años y medios de separación, pude tener la custodia de mis hijos y este acercamiento fue un milagro para mí. Nunca pensé que podía escribir con mis hijos en la casa, pero precisamente eso me desbloqueó. No sabía cómo manejar ese dolor, el dolor de los otros, mi relación con el dolor, y esta paradoja de no saber dónde quedaba la escuela de mis hijos y en escena un padre así. Demasiado para mí.


Sobre Vargas Llosa y Radiohead


 

-La canción There, there de Radiohead atraviesa la novela, “somos accidentes a punto de ocurrir”, dice la canción. ¿Por qué la eligió?

-Creo que los Radiohead son, en su todo, en su composición musical, sus letras, el manejo del éxito, la relación con la industria, una de las expresiones más profundas del pensamiento occidental contemporáneo. ¡Deberían enseñarlo en la escuela!


-Usted estudió arquitectura. ¿Cuándo decidió ser escritor?

-Cuando leí a Vargas Llosa. Yo estudié arquitectura, pero nunca ejercí. Sin embargo, siempre escribí, desde muy joven, cuando leía a Vargas Llosa y a Dostoievski, soñaba con ser escritor. Pero a Dostoievski lo leía en la escuela, era un clásico. En cambio Vargas Llosa fue para mí una sorpresa, estaba vivo. Él tenía la edad de mi padre, escribía mientras yo lo leía. Hice un viaje a Lima sólo para conocer su mundo, su ambiente. Ha escrito cinco o seis obras maestras. No conozco a otros así. Sobre todo en una época en que Italia y en Europa te enseñaban que la novela había muerto, que había que ir más allá de la novela. Yo estaba leyendo Conversaciones en la catedral, Tía Julia y el escribidor ¿La novela muerta? me preguntaba y me reía. Y detrás de él, junto a él, vienen Arguedas, Onetti, Sábato, Soriano, Galeano, Cabrera Infante, Carpienter… durante años no he leído más que escritores latinoamericanos.

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Quiero, a la sombra de un ala,
contar este cuento en flor:
la niña de Guatemala,
la que se murió de amor.

Eran de lirios los ramos;
y las orlas de reseda
y de jazmín; la enterramos
en una caja de seda…

Ella dio al desmemoriado
una almohadilla de olor;
él volvió, volvió casado;
ella se murió de amor.

Así comienza el poema La niña de Guatemala de José Martí que todos los niños centroamericanos están obligados a recitar de memoria en las escuelas. En este poema y en los cubitos de hielo de Mario Bellatín, se encuentra el germen de la nueva novela del escritor guatemalteco-estadounidense Francisco Goldman, El esposo divino (Anagrama), una mirada divertida y heterodoxa de José Martí. Un personaje absolutamente estrafalario, una especie de Woody Allen del siglo XIX, según Goldman, quien lo muestra desafortunado con cada una de sus mujeres y amantes, dandy frustrado, loser, drogadicto, que bebía mucho, bien lejos del héroe cubano que todos conocemos. Goldman muestra su fascinación al introducirse en este mundo, laberíntico e inaccesibe, único. En su reciente viaje a Barcelona, donde presentó el libro junto a su editor Jorge Herralde, el escritor contó cómo llevaba años investigando y trabajando sobre Martí y la niña del poema cuando todavía no había encontrado la imagen que él consideraba fundamental, que le permitiera arrancar con la historia. Una noche, en una fiesta en la casa de Mario Bellatín en México, la encontró. Llevaban varios daikiris cuando se acabó el hielo. Alguien encontró trozos congelados en el fondo del freezer. A los diez minutos, sintió una patada en el estómago, que lo tumbó por días. En el delirio de la fiebre, alucinó la escena central del convento, las mujeres y los hombres indígenas, y la niña en la selva jugando con un globo rojo…

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Hoy la editorial Anagrama publica los finalistas de la trigésima sexta convocatoria del Premio Anagrama de Ensayo. De 97 originales recibidos, se han seleccionado dos obras de largos y complejos títulos, como se supone debe ser en estos casos: Descenso literario a los infiernos demográficos. Distopía y población de Andreu Domingo, profesor catalán especializado en familia y migración, y Entre la catira y la bachaca: un encargo en tiempos de la Hispanidad, con el seudónimo de Juan Primito. Por el título de este último, conjeturamos que es latinoamericano. No conozco muchos catalanes que dominen terminología tan chévere. Lo sabremos el martes 29, cuando se falle.

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Si mezclamos el calendario juliano con el gregoriano, podemos celebrar en un mismo día a William Shakespeare y a Miguel de Cervantes Saavedra, ya que podríamos decir falsamente que murieron el mismo día, un 23 de abril. Shakespeare no sólo murió en esa fecha, sino que nació un 23 de abril. La cuenta, es redonda como un libro: día de las letras, día del libro.

Mañana, 23 de abril, es el día en el que el rey de España entrega el premio Cervantes. No sabemos si lo ha leído, A Cervantes o al premiado, si este rey ha leído a alguien. Pero me temo que estas no son preguntas que puedan hacerse, o que al menos tengan sentido. Hablando de reyes y de libros: Anagrama ha publicado recientemente una divertida novela: Una lectora nada común, de Alan Bennett, sobre cómo le cambia la vida a la reina de Inglaterra cuando descubre, por casualidad, su interés por los libros. Pero volviendo a lo verdaderamente importante, ahora es Juan Gelman quien recibe el Cervantes, ataviado con una solemnidad que nada tiene que ver con su poesía, pero hondo como siempre en su mirada azul. En el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, Gelman será el escritor más grande del mundo. Lo aplaudirá su nieta. Y en esta escena se resume la historia dura de las dictaduras, los hijos, el amor. Hay un pequeño gran triunfo en esta escena que veremos mañana pero que ya conocemos. Somos muchos los que celebramos este premio. Somos esos muchos otros, soledades que se acompañan, los de los versos de Gelman, esos versos siempre luminosos, incisivos. Como escribió Julio Cortázar: “Cuando Juan pregunta se diría que nos está incitando a volvernos más lúcidamente hacia el pasado para después ser más lúcidos frente al futuro”.

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