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MARIO LEVRERO

La novela luminosa

Buenos Aires, Mondadori, 2008. 567 pp.

Por razones aún no explicadas del todo, en Uruguay se ha dado una estirpe de autores que la crítica califica, si no como admirables, al menos sí como raros. Una broma sobre la literatura latinoamericana explica los aportes más significativos de algunas naciones: Chile ha generado poetas; Argentina, cuentistas; México, novelistas, y Uruguay, raros. Esta sensación de extrañeza se apoya, inevitablemente, en la obra de escritores como Juan Carlos Onetti, Felisberto Hernández, Armonía Somers y Mario Levrero.

Levrero (Montevideo, 1940-2004) ha construido su obra como un científico loco que experimenta con polvos y restos de cacharros, pero cuyo alto conocimiento alquímico le permite minimizar errores y dar con resultados, acaso no esperados, siempre bienvenidos. Autor de culto desde la década de los setenta, Levrero se dio a conocer en la colección “Literatura diferente” de la editorial uruguaya Tierra Nueva. Allí publicó los cuentos de La máquina de pensar en Gladys (1970) y la novela La ciudad (1970), que junto a París (1979) y El lugar (1982) hoy se encuentran en la Trilogía involuntaria (2008). Otros de sus libros son Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975) –divertidísima historia de un detective loco y su secretaria ninfómana–, Los muertos (1985), Dejen todo en mis manos (1994) y El discurso vacío (1996). Mario Levrero, seudónimo de Jorge Varlotta, trabajó además como crucigramista durante varios años –oficio que lo hermana con el escritor francés Georges Perec– y también fue librero, tallerista literario y autor de un manual de parapsicología. Su obra de excepción se ha ido recuperando poco a poco al ritmo de reediciones en España, Argentina y otros países.

En 2005, poco tiempo después de su muerte, Alfaguara Uruguay publicó La novela luminosa, y ahora lo hace la editorial Mondadori. Desde entonces, este libro se convirtió no sólo en su más perfecto artilugio sino en una de las novelas más importantes de la literatura latinoamericana de los últimos años. Su trabajo, ajeno a las modas y la tradición, se define por la heterodoxia y una vocación transfronteriza.

Para continuar un proyecto empezado y fracasado veinte años antes, el autor uruguayo solicita una beca a la John Simon Guggenheim Foundation. Cuando se la otorgan, y resuelto el asunto económico, empieza con el “Diario de la beca” (que será el “prólogo” de 450 páginas de La novela luminosa), en el que cuenta cómo es que se gasta el dinero sin escribir ni una línea. De esta manera, Levrero lleva a cabo la imposibilidad novelada de la novela, al estilo de El libro vacío (1958) de Josefina Vicens. Estamos ante el diario de lo inasible y el día a día de la no escritura. El relato pormenorizado del tiempo diluyéndose hasta acabar en relato.

Desde el primer momento, Levrero abduce al lector con la letanía de la cotidianidad y los detalles de su no metodología para organizar la estancia y la escritura: “Una de las primeras cosas que hice con la primera mitad del dinero de la beca fue comprarme unos sillones”, “hice venir al electricista y cambié de lugar los enchufes de la computadora”, “no, hoy tampoco me afeité”, “vino mi amigo, se fue mi amigo”, “me picó un mosquito”, “fui hasta el cajero automático y saqué doscientos dólares del señor Guggenheim”, “estoy listo para el proyecto, ya tengo aire acondicionado”, etcétera. A lo largo de un año describe sus obsesiones y sus sueños con desesperanza y humor. Da cuenta de las visitas, los talleres literarios que dirige vía e-mail, si escribe con la Rotring o no, su fascinación por la computadora, los programas que él mismo diseña para organizar las tomas de sus medicinas, la discusión con el Word (“el diccionario del Word no acepta la palabra pene pero sí puta”), la reclusión voluntaria en un departamento en Montevideo, los breves paseos, algún trámite y sus lecturas de Santa Teresa, Rosa Chacel, W. Somerset Maugham, Thomas Bernhard, Philip K. Dick, y la evocación constante a Raymond Chandler. La descripción de sus mundos íntimos puede ser apabullante: la compra compulsiva de novelas policiales, la salud, la vejez, la muerte de sus padres, las palomas. El autor nos cuenta que observa con particular detenimiento las palomas en su balcón mientras hace bicicleta o no hace nada. Llegan de a una, en familia, en pareja, o a morir. “Me pregunté qué sabrían de la muerte las palomas”, apunta en noviembre para responder meses después, mientras el cadáver de una de ellas sigue ahí: “La cabeza de una paloma sin plumas ni carne es puro pico, enorme en relación al cráneo. Con razón son tan estúpidas.” Metidos en el diario de Levrero, la tensión sobre si escribirá la novela o no, no importa (sabemos que algo nos espera al final: eso dice el índice). El interés se centra en las llegadas y partidas de una mujer a la que simplemente llama “Chl” –una relación que se parece al amor porque lo acompaña de vez en cuando y le lleva milanesas que él va descongelando en el microondas. Lo que importa son esas madrugadas eternas (“una única, eterna madrugada”), los anuncios de muerte de los amigos que se acumulan en el contestador automático, el tiempo que pasa. Al final del diario, casi como epílogo, encontramos unas cien páginas del proyecto de La novela luminosa tal como se escribió en 1984, sin correcciones. La totalidad es efectivamente una novela, y no porque él mismo lo diga con cinismo: “Me di cuenta que igualmente será una novela, quiera o no quiera, porque actualmente, lo es casi cualquier cosa que se ponga entre tapa y contratapa.” De principio a fin, estamos ante un desafiante recorrido por la cabeza lúcida de un gran escritor. Ante el delirio de los sueños literarios, los suyos y los ajenos, La novela luminosa recobra todo sentido en plena vorágine. “La mente –asegura– es como una dentadura que necesita masticar todo el tiempo.”

Escrita al mismo tiempo que 2666, una en Uruguay, la otra en España, La novela luminosa sorprende por su familiaridad con el libro de Roberto Bolaño, no sólo por el ambiente hipnótico del relato, o porque ambos pertenecen a una misma generación, sino porque los dos fueron escritos en la agonía física de sus autores, al trote lento pero seguro de los caballos de la muerte. No me sorprendería que este libro se convirtiese, después de la novela del escritor chileno, en el faro de mucho de lo que se escribirá en nuestro continente en el futuro próximo. ~

Reseña publica en Letras Libres.

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¨Contra la fugacidad, la letra. Contra la muerte, el relato¨ Tomás Eloy Martínez

Murió Tomás Eloy Martínez, una de las figuras imprescindibles de la literatura y el periodismo en Argentina. Murió por un cáncer que lo tenía en lucha desde hace años, él que sobrevivió a tantas cosas.

Comenzó su carrera periodística en el diario La Gaceta de la ciudad de Tucumán, donde nació en 1934. En Buenos Aires fue crítico de cine del diario La Nación, donde escribió sobre diversos temas hasta sus últimos días, jefe de redacción del semanario Primera Plana entre 1962 y 1969 (trabajando aquí entrevistó por primera vez a Juan Domingo Perón), fue corresponsal en París y en la década del 70 trabajó en dos medios míticos como el semanario Panorama y el diario La Opinión. Fue un periodista excepcional. Llevado por su talento, pero obligado por las circunstancias, narró la dictadura, su antes y su después, sus horrores e intríngulis como si fuera ficción. En la narración dio forma a la valentía y supo de la libertad imposible de las calles y las redacciones. Tuvo que exiliarse en Venezuela y México, donde fundó periódicos. Fue profesor en la universidad Rutgerts de Nueva Jersey, a cargo de un programa de Estudios Latinoamericanos, y fue uno de los creadoores de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que preside su amigo Gabriel García Márquez. Amistad que se remonta a los años 60 cuando la revista que dirigía en Buenos Aires Martínez, Primera Plana, había puesto en portada la foto de un colombiano desconocido , que acababa de publicar Cien años de soledad, y que en pocos días se había convertido en la más vendida de Argentina. Tomás Eloy Martinez, fue también, vaya mérito, el que inauguró la corriente de elogios del Nobel.

Su paso natural del periodismo a la literatura se dan en tres libros inmensos, vivos e ineludibles: La pasión según Trelew, el libro que cuenta en diferentes versiones los asesinatos de los militares en la Patagonia, libro que ardió junto a otros textos ¨subversivos¨ en las hogueras de la dictadura en Córdoba; La Novela de Perón y Santa Evita, el libro argentino más traducido en el mundo. Estos tres libros tienen la llave para empezar a intentar comprender ciertos aspectos de la vida política argentina. La novela de Perón y Santa Evita, ficciones realizadas a partir de entrevistas con el propio caudillo y una exhasutiva investigación periodística tras el cuerpo embalsamado y desaparecido de Evita, se han convertido en clásicos de la literatura argentina. La clave puede estar, según Beatriz Sarlo en que ¨La novela de Perón, junto a Respiración artificial de Ricardo Piglia, Nada que perder de Andres Rivera y Cuerpo a cuerpo, de David Viñas, se remiten a la historia como lugar donde el estallido de las certidumbres y el desquiciamiento de la experiencia puedan buscar un principio de sentido, aunque al mismo tiempo, ese sentido se presente a la narración como un enigma a resolver, o el mosaico cuya figura secreta el movimiento de la ficción desea percibir mientras que desespera de lograrlo¨.

De La novela de Perón, cuenta el propio Tomás Eloy Martínez:

Esta es una novela donde todo es verdad. Durante diez años reuní millares de documentos, cartas, voces de testigos, páginas de diarios, fotografias. Muchos eran desconocidos. En el exilio de Caracas reconstruí las Memorias que Perón me dictó entre 1966 – 1972 y las que López Rega me leyó en 1970, explicándome que pertenecían al General aunque él las hubiera escrito. Luego, en Maryland, decidí que las verdades de este libro no admitian otro lenguaje que el de la imaginación. Así fue apareciendo un Perón que nadie había querido ver: no el Perón de la historia sino el de la intimidad.

Juan Cruz, en una entrevista que publicó El País, le comenta que en América Latina se estaba haciendo el nuevo periodismo que recién se estaba inventando en Estados Unidos. Y Martínez responde:

Creo que además entre nosotros nació por instinto, por pura necesidad de narrar, por el vicio de leer novelas y por estar disconformes con el modo que se tenía de narrar la realidad. ¿Por qué no podemos narrar en periodismo como en las novelas? En dos de mis primeras novelas trabajo el nuevo periodismo: en La novela de Perón narro de modo novelesco una investigación muy seria, y en Santa Evita decido invertir los términos del nuevo periodismo. Si en la primera había contado, con los recursos de la novela, lo que me parecía periodísticamente cierto, en Santa Evita narro con los recursos del periodismo una ficción absoluta, y la gente se la creyó.

El origen de La novela de Perón se remonta a 1966, cuando Tomás Eloy Martinez estaba en Madrid, armando una nota sobre españa a treinta años de la Guerra Civil, mientras en Argentina los militares estaban a punto de dar un nuevo golpe. Martínez había acordado con su jefe en Buenos Aires, que si sucedìa el golpe, iría a entrevistar a Perón, exiliado en la capital española. Le llegó un telegrama con la frase `traiga marcha militares´, que en clave lo decía todo. Se pasó la mañana llamando a Puerta de Hierro, residencia de Perón, sin suerte, hasta que finalmente un allegado le arregló la cita para esa misma tarde. Estuvieron tres horas encerrados en el despacho del General. Éste bebía té y jugos de naranjas, estaba animoso, fumaba sin parar y vestía un pantalón blanco cuya pulcritud cuidaba al sentarse, dice la crónica. Salió de la entrevista buscando un correo para mandar un telegrama con el texto. Estaba satisfecho y contecto. En la madrugada, lo despertaron en el hotel para decirles que Perón negaba todo lo dicho y que estaba muy disgustado con él. La policía franquista había interceptado la nota y se la había llevado a Perón.
Martinez en pijamas llamó ahí mismo a los periodistas de guardia de las grandes agencias de noticias, para confirmar la entrevista haciéndoles escuchar fragmentos de sus grabaciones. Así fue como al otro día, las palabras del General, su desmentida y la confirmación del periodista se publicaron juntas en varios diarios de Argentina. Tres días después, hombres de Perón volvieron a buscar a Martínez.
-El general quiere agradecerle todo lo que hizo, y decirle que está muy satisfecho con su comportamiento.
Martínez terminó de confesar lo que sospechaba: que Perón lo había usado para difundir algo que no podía decir oficialmente. Cuatro años después, volvió a llamar a Martínez para armar una versión de sus memorias. Todo esto lo cuentan Eduardo Anguita y Martín Caparrós en La Voluntad, tomo I)

Algunos otros libros de Tomás Eloy Martínez son: Lugar común la muerte (1979); La mano del amo (1991), El vuelo de la reina (2002, Premio Alfaguara de Novela); El cantor de tango (2004) y Purgatorio (2008). Recibió el premio a la mejor novela extranjera de People’s Literary Publication House, en Beijing-Shanghai. En 2005 Tomás Eloy Martínez fue finalista del Man International Booker Prize por el conjunto de su obra.

Actualmente era columnista de La Nación, El País y el New York Times.

Su texto al recibir el Premio Ortega y Gasset sobre la labor del periodismo puede leerse aquí.

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Archivo: entrevista al dos veces ganador del Booker Prize Peter Carey

-En sus libros abundan historias reales perfectamente documentadas llenas de datos ficticios, ¿cree que este equilibrio entre lo auténtico y lo que usted llama fraude, es uno de los rasgos más destacados de su obra?

-Puede ser. Me interesa el equilibrio entre lo verdadero y lo falso a cierto nivel, pero a otro nivel puedo contradecirme. De todas maneras, ambas ideas parecen formar parte de una identidad que no es el mero fraude o la autenticidad, que va más allá. A mi me cuesta dos o tres años escribir un libro y no pretendo llegar a un hecho real; lo que quiero, sobre todo y más que nada, es llegar a algo nuevo, inventar palabras, gente que desconozco, hechos que me reinvento del todo, trajes, ropas, expresiones, maneras que nadie conoce. Puedo partir de una anécdota o de cualquier objeto que haya a mi alrededor, pero todo lo demás es puro proceso de creación. Por ejemplo, la casa de Robo. Yo viví en esa casa, y ahora pongo allí al protagonista, Butcher Boone. Pero a él no la sirve, la destruye, vive en ella como un bándalo. Yo amo esa casa. Esa casa existe, está al lado del río Nevernever, y en el río está el pato, el mismo pato de la novela.

click aquí: www.barriochino.wordpress.com/entrevistas

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Hace pocas semanas entrevisté a Rosa Montero, quien el 7 de mayo publica en España y Latinoamérica su nueva novela Instrucciones para salvar el mundo (Alfaguara), un fresco sobre el Madrid de comienzos de siglo, lleno de solos y solas, al borde de casi todo, malviviendo entre la muerte y los amores rotos, la inmigración, el terrorismo y la prostitución, la armonía, el caos y Second Life. Los protagonistas Daniel y Martín saben mejor que nadie aquello de llueve sobre mojado. Y para muestra, basta llegar a la escena del prostíbulo en navidad. Con tales asuntos, al libro no le queda otra que centrarse en la esperanza. Hablamos de esto, de la esperanza y recordamos dos frases bellas, terribles sobre este tema: “Hay una cantidad infinita de esperanza, sólo que no es para nosotros”, que ha dicho Kafka, y una de Walter Benjamin, “Sólo por nuestro amor a los desesperados conservamos todavía la esperanza”. “La frase de Kafka es bellísima, pero para mí no es verdadera”, dice la autora. “No me siento representada por ella, no es el concepto que tengo de la vida. De hecho, para mí la novela está llena de esperanza y desde luego Matías la aprovecha toda. Matías es un superviviente y se salva sin rendiciones. En cuanto a Daniel, le tengo especial afecto y compasión porque es un personaje muy habitual en nuestra sociedad. Representa la tentación del fracaso, esa tentación que todos hemos sentido alguna vez de dejarnos llevar, de no luchar, de rendirnos. Es la antítesis de Matías y durante toda la novela te dan ganas de zarandearlo y decirle ¡Sal de esa pasividad, hombre!”

-¿Es Instrucciones para salvar el mundo su título más ambicioso?

-No creo que sea un título ambicioso, sino más bien levemente malicioso. En primer lugar, el enunciado resulta un poco humorístico. Desde el principio creo que el título deja intuir el tono de la novela. Porque es una historia en donde se habla de cosas muy graves, pero se habla de ellas con sentido del humor, con simpatía ante lo disparatado de la vida. En el libro intento escribir de lo muy grande desde lo muy pequeño, desde lo cotidiano, lo común, lo conmovedoramente risible.

-Para salvar al mundo, ¿primero hay que salvar al propio?

-Mira, en primer lugar, al mundo no hay manera de salvarlo. Es absurdo pensar que uno puede salvar el mundo, y si aparece alguien que cree tal cosa hay que salir corriendo, porque los salvadores de mundos siempre han sido los mayores asesinos, los grandes carniceros, aterradores monstruos. Ya tenemos bastante con intentar salvar nuestra pequeñísima vida, con intentar madurar, crecer, aprender y ayudar a la gente que queremos. Eso ya es dificilísimo. Vivir una vida entera con sentido, con utilidad y con dignidad es un arte al alcance de muy pocos.

-¿La literatura qué puede hacer?

-Las novelas son los sueños de la Humanidad, sueños que se sueñan con los ojos abiertos. Y si no pudiéramos soñar, nos volveríamos aún más locos de lo que somos. La literatura nos enseña lo que somos, nos hace más sabios con respecto a nuestra propia condición, nos permite crecer y soñar. ¡Cuánta esperanza hay en la lectura y en la escritura! Esperanza de entendernos unos a otros, de poder transmitir nuestras emociones y nuestros conocimientos, esperanza de ayudarnos y de no estar solos, de trascender el horror, de ser mejores. Leer y escribir es una celebración de la vida.

La entrevista completa puede leerse en la revista Ñ de Clarín.

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Nos viene bien este título de Miguel Rep para introducirnos en la la historia de Esperidiona Cenda, una liliputense cubana de tan sólo 65 centímetros, protagonista de Chiquita, la nueva novela de Antonio Orlando Rodríguez, también cubano, por la que ha merecido el Premio Alfaguara. Rodríguez narra con humor y soltura las peripecias de esta mujer que a pesar de su estatura, no tuvo impedimentos para vivir una vida llena de aventuras amorosas, gracias a su seducción e independencia. Se involucró en intrigas diplomáticas, entre elegantes salones y ferias de freaks y Sarah Bernhardt la alabó diciendo que “la grandeza no tiene tamaño”. El libro de AOR, sí. Son casi 600 páginas lo que en Alfaguara se convierten en un ladrillo de un kilo, por lo que el título y el tamaño da lugar a toda clase de chistes, casi todos malos. Alfaguara ha puesto en marcha su impresionante maquinaria promocional, así que tendremos Chiquita por un buen tiempo, mientras dure el publicity-tour. Hoy el autor se encuentra en Barcelona, firmando libros por Sant Jordi; el viernes recibió el premio en Madrid, el lunes estuvo en Valencia, y pronto parte a Latinoamérica. En el bar ruidoso de un hotel de la Rambla de Catalunya, charlamos sobre su novela y el personaje, e increíblemente no hablamos de Cuba y los Castro (ante era un Castro, ahora son dos: ¿será mejor o peor?). Antonio Orlando Rodríguez tiene una amplia trayectoria como escritor de literatura infantil; durante más de diez años se ha dedicado sólo a esto. “No te cambia el cuerpo escribir para un lector u otro, pero sí el estado de ánimo”, dice. Me cuenta que cuando está escribiendo alguna novela llamémosle para adultos, necesita tomarse vacaciones y escribir cuentos, relatos o poemas para niños. Me encantó descubrir que su guía literaria, su ídola, es María Elena Walsh, la escritora argentina con la crecimos todos. También AOR, que desde los diez años canta esas mismas canciones. Me sorprendió el dato, pero al final vamos constatando que la Walsh está desde siempre en nuestras vidas (mis amigos machacan a sus hijos recién nacidos con el Twist del Mono Liso). De María Elena Walsh aprendió algo que considera fundamental en su literatura: la desautomatización, el burlarse de lo establecido, quitarse toda solemnidad, y sobre todo, intentar conquistar al lector desde el primer párrafo. (El estilo Walsh-Burton de su poema El rock de la Momia, aquí). En ese sentido va Chiquita, la autobiografía apócrifa de esta artista de vaudeville del tamaño de una rueda de bicicleta que triunfó durante muchos años tanto en su país como en Nueva York, amasó fortunas y una vez muerta cayó en el olvido durante más de 100 años (fotos aquí). AOR descubrió la historia de casualidad y supo inmediatamente que allí tenía una historia, una gran historia, un personaje maravilloso. Le asaltó la ansiedad, con el temor de que a otra persona se le hubiera ocurrido la misma idea. Pero no. Buscó y buscó y casi no encontró material escrito sobre Espiridiona, excepto un folleto biográfico publicado en Boston a principios de siglo. Fueron cinco años de trabajo entre su meticulosidad investigativa y su obsesión de corrección que no acabó sino el mismo día que el libro entraba en imprenta. “Y ahora no lo quiero ni leer”. Es que a veces uno no encuentra las palabras, o las encuentra tarde. Como dice el poeta cuba Félix Pita Rodríguez –cita- “estas no son mis palabras / no es esto lo que quiero decir”, fantasma que persigue al escritor, que imagina una cosa y acaba escribiendo otra. Para Rodríguez, “mi subconsciente es mejor escritor que yo. Él sabe cómo contar mejor las historias. Yo que he desarrollado un oficio, sé gramática y sintaxis, pero me dejo guiar por él, porque a él se le ocurren las mejores ideas”. Pero con Chiquita no fue así: “en este caso, afortunadamente, el libro se parece bastante a lo que pensé… alguien me lo estaba dictando”. (Primer capítulo de Chiquita, acá)

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Acabo de entrevistar a Tracy Chevalier, la autora de La joven de la perla (Alfaguara), aquel libro sobre un amor del pintor holandés Johannes Vermeer, que fue llevado con éxito al cine, con Scarlett Johansson como protagonista. Chevalier se mete ahora con otro personaje histórico, el poeta, dibujante “y místico” inglés, William Blake. El libro se llama El maestro de la inocencia (Lumen) y cuenta la curiosidad y la atracción que tres niños sienten por su raro vecino, el artista. William Blake es hoy un personaje que forma parte del inconsciente colectivo inglés. Me dice la escritora que no entiende cómo este personaje profundo y a su medida extraño, se ha convertido en un alguien tan popular en su país. Tan popular es este “artista total” que hoy uno de sus poemas más crípticos, Jerusalem, es un himno que se canta en cualquier momento solemne o no tanto: es el preferido de los católicos y de los borrachos en las bodas británicas. Pero también el de los socialistas (construir Jerusalén en la verde y placentera Inglaterra como metáfora de la revolución) y hasta Emerson Lake & Palmer tuvieron su versión. Para Chevalier, si hoy es tan conocido, si pueden oírse sus poemas en la radio, en la calle, en la publicidad, si forma parte del ADN de cualquier inglés es porque él escribía sin preocuparse si lo entendían o no. Escribía solo para él, cosa imposible para cualquier escritor de hoy, que “debe tener un ojo en el lector, y otro en el editor”. De hecho, este personaje extraño, excéntrico, que veía ángeles en los árboles, absolutamente al margen del mainstream de la época, difícilmente encontraría editor hoy en día. Su espíritu libertario, su arte alternativo, sirve hoy de guía a varios jóvenes artistas que en lo único que logran emular a Blake es en morirse de hambre. La autora ha pasado tres años investigando sobre William Blake, para escribir El maestro de la inocencia, y comenta que disfruta mucho de estas investigaciones y estas “convivencias” con sus “personajes reales”. Le pasó con Vermeer, del que sigue hablando en cada entrevista. “Un libro tiene una vida muy larga”, dice, y le encanta seguir hablando de su cuadro favorito. Y agrega: “me sentiría orgullosa si sólo me recuerdan por ese libro”. Primer capítulo de El maestro de la inocencia en inglés aquí.

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